En el año 1962 Manolo Safont expuso en Madrid, en la Sala de Exposiciones de la Dirección General de Bellas Artes, en la calle Marqués de Cubas, 15. Por aquellas fechas la singularidad de sus trabajos había llamado la atención entre la crítica, porque no era frecuente en el panorama artístico español la presencia de artistas que empleasen la cerámica como modo de expresión, al mismo nivel que lo hacían los pintores y escultores de las vanguardias artísticas del momento.
El catálogo de la exposición contó con un sentido texto del periodista y escritor José Luis Castillo Puche (1919-2004), que en lenguaje de la época glosó las excelencias del Levante feliz [sic] de donde procedía el autor, así como la singularidad y excepcionalidad de su trabajo. Dice así:
En esta tierra de fruición que es el Levante feliz, justamente en la raya de
Onda, tierra caliente como pan recién sacado del horno, o más bien como tierra
hecha pan de arte cocido con los apuros de la necesidad, nos ha surgido un
nuevo artista del barro, un nuevo ceramista, riguroso gozador de la luz y de
los colores, sufrido develador del misterio que hay en esa dócil y nunca domada
materia que es la tierra.
Safont es un hallazgo, un delicado y portentoso hallazgo. No busquemos en su
obra ruido de los sentidos. La genialidad de Safont consiste en que, con elementos
muy simples, él logra ese milagro que es la emoción profunda, la emoción
metafísica. Hay en los paneles de Safont ese algo tan difícil que, partiendo de
los datos objetivos de la naturaleza viva o muerta, es capaz de hacer que el
corazón se paralice unos instantes y que la cabeza saque de adentro aquellas
razones que el corazón sólo podrá reconocer como suyas en silencio y a costa de
un doloroso trabajo. Quiero decir con esto que Safont no es un ceramista más o
un decorador complaciente y experto. Safont es un artista original,
sugestionante, patético, un artista originalmente grave y serio.
¿No hay en Levante un camino difícil para un arte duro, exacto, esencial,
creador de formas inéditas, de formas casi trágicas, de formas diríamos que
sagradas, frente a la avalancha de colorido y de riqueza que dan la tierra y el
cielo? Aquí hay un artesano con inspiración matemática que bien pudiera servir
de guía a muchos pintores, serviles entusiastas de la glosa superficial del
ambiente. Safont es un trabajador fundamentalmente honesto. Él sabe que la
arcilla, los colores y hasta las figuras son algo más que magia de las manos y
archivo de un clima de comodidad. Y por eso su arte, que ha sido siempre arte
sacrificado, rudo, heroico -porque su vocación y su vida lo son-, nos presenta
en estos paneles auténticas apelaciones, radicales y últimas, contra el tópico
de la decoración halagadora.
Que hablen los críticos de su técnica, tan personal, de sus ensayos e
innovaciones, de su objetivación poética a base de artefactos domésticos y
familiares. A mí me interesa principalmente destacar la personalidad de Safont,
su resistencia a expresar solamente lo que la tierra y los colores parecen
llamados a expresar, y sus esfuerzos por adentrarse en un mundo mucho más
ambicioso. Así, sus paneles adquieren categoría de lienzos, en los cuales
gravita un mundo de exploración comprometida y drámática. La cerámica de
Safont, más que decoración es teoría, más que realidad palpitante es pesadilla,
más que ritmo sensorial es geometría del espíritu...
La exposición estaba formada por veinticinco cuadros: bodegones, paisajes de Onda, figuras humanas, composiciones religiosas, y algunas otras de tema indefinido en el breve listado que aparece en el catálogo, en el que además se reprodujeron media docena de imágenes, en blanco y negro, que son de gran ayuda para tener una mejor idea de la manera de trabajar de Manolo Safont por aquellas fechas, ya que actualmente se conocen muy pocas obras de sus primeros años, entre las cuales las dos que se reproducen a continuación, cuyo paradero desconocemos.
Bodegón con calavera
Figura con botella
Plaza del Almudín de Onda
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